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BENJAMIN

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T.L.: Benjamin: ¿Puede el flâneur ser hoy un instrumento de conocimiento? ¿Es aún posible entender el Buenos Aires de la crisis, es decir, la ciudad de hoy a través de Benjamin, o tuviste que olvidar a Benjamin?

B.S.: Con Benjamin yo creo que habría que analizar el problema desde varias perspectivas: está la irritante moda Benjamin que se acentuó con el cincuentenario de su muerte y con la publicación del libro Los Pasajes, el de la recopilación de sus fichas. Salieron en alemán y fueron rápidamente traducidas al italiano. Ahora están siendo traducidas al portugués y verdaderamente constituyeron un libro inexistente y esperado al mismo tiempo. Los Pasajes es lo que uno podría llamar los Grundrisse de Marx, es decir, el libro no terminado, el tercer tomo de El capital no terminado. Es un libro de fragmentos y, por supuesto, es innegable que la publicación póstuma, tardía e intempestiva de esas citas volvió a focalizar muy fuertemente la atención sobre Benjamin. Un redescrubrimiento en español casi al mismo tiempo que el redescubrimiento europeo.

Por lo que he hablado con intelectuales alemanes, también hubo aquí un redescubrimiento de Benjamin en la década del setenta. Benjamin, a diferencia de Adorno que había vuelto a Alemania y había sido profesor en la universidad alemana, había muerto. Para gente de mi generación fue importantísimo en ese momento, aunque no toda la obra de Benjamin, que no conocíamos y probablemente no podíamos entender. Yo creo que no podía entender un libro que todavía hoy me resulta extremadamente difícil: aquel sobre el Trauerspiel. Yo estaba lejos de entender nada de eso a comienzos de la década del setenta. El Benjamin que para mí y para la gente jóven fue el impacto, fue el Benjamin de La obra de arte en la época de la reproducibilidad técnica. A través de este libro y del de los comentarios sobre Brecht, que en español se tradujo como Iluminaciones III, y de París, capital del siglo XIX, en ese orden, entramos a Benjamin.

La obra de arte en la época de la reproducibilidad técnica, que leí en una edición francesa, me permitió aquello que queríamos pensar en ese momento, que no era sólo la literatura, sino que era pensar ciertas características del cine, ciertos problemas de audiencia. Después, las Iluminaciones sobre Brecht, porque Brecht era para nosotros en ese momento un personaje muchísimo más central que Benjamin: sin haber visto nunca una puesta del Berliner Ensamble nosotros sabíamos que eso existía, teníamos fotos, habíamos leído todos los textos teóricos de Brecht, los textos sobre teatro, los textos sobre propiedad de los medios de producción artísticos. Desde mediados de los años cincuenta se ponían regularmente en Buenos Aires obras de Brecht, aunque de manera no muy brechtiana, es decir, se ponían de una manera más bien realista y comprometida, pero bueno, las habíamos visto. Luego en los sesenta hubo algunas puestas importantes para la gente de mi generación.

El tercer Benjamin, en mi caso particular, el de París, capital del siglo XIX, los textos que rodean las investigaciones sobre Baudelaire, El exposé. ¿Con qué se mezclaba ese tercer Benjamin? Se mezclaba con el ascenso de los estudios culturales sobre cuidad. Ahí hubo dos libros que de alguna manera acompañaron y apoyaron esa lectura de Benjamin: Viena fin de siècle, de Carl Schorske y All That is Solid Melts Into Air, de Marschall Berman. Ese Benjamin de París, capital del siglo XIX es el que inaugura, por lo menos para algunas zonas de América Latina y sus intelectuales, los estudios de cultura urbana.

Ahora bien, y aquí volvemos al comienzo de la cuestión, ¿qué era el flâneur? El flâneur aparece en los estudios de París, capital del Siglo XIX; hay un parágrafo dedicado específicamente a él. Tampoco es que Benjamin hablase todo el tiempo del flâneur, eso es una caricatura posterior. Benjamin no se pasó una vida hablando del flâneur y cuando uno ve en las fichas correspondientes, en El libro de los pasajes, es un Konvolut y nada más; pero el flâneur viene adosado a la idea de una modernidad urbana, es decir, una ciudad que se dispone arquitectónicamente para dar paso a aquel que puede caminar por ella y mirar sin ser mirado. En ese punto Benjamin trabaja todo el tema de la desconocida que pasa, que es el tema del poema de Baudelaire, que él cita específicamente y tiene que ver la posibilidad de una gran ciudad de mantener el anonimato y el incógnito. Una ciudad cualquiera que empieza a ser cosmopolita, puede ser Berlín, París o Buenos Aires. Y ese es un tema de la modernidad. La aldea premoderna es una aldea donde el conocimiento cara a cara es el típico conocimiento entre hombres y mujeres. El atributo de la ciudad moderna, la ciudad capitalista, es la ciudad donde las mediaciones son infinitamente más grandes, más amplias, y donde el desconocimiento del otro es parte de la cultura urbana, de una cultura que incorpora en una punta al flâneur y en otra punta al criminal, al cual Benjamin también le dedicó pequeños parágrafos; el asesino en la multitud. Y el tema de la multitud, que Benjamin recoge en el siglo XIX y traslada hacia el siglo XX.

Ese fue nuestro Benjamin, o por lo menos ese fue mi Benjamin de los comienzos. Luego afortunadamente, a medida que fue creciendo mi conocimiento, pude leer mejor a Benjamin y descubrí uno más filosófico, porque este primero era básicamente lo que hoy llamaríamos un Benjamin crítico cultural.

Finalmente llegó un cansancio que producen no las obras de los grandes escritores o los grandes ensayistas, sino el uso de esas obras. El uso de Benjamin fue en algunos puntos de América Latina absolutamente fatal: se empezaron a encontrar flâneurs en aldeas semiprovicianas y semicoloniales, se empezaron a perseguir desconocidas que pasaran en lugares donde todo el mundo se conocía cara a cara, es decir el flâneur empezó a ser una especie de reproducción mecánica, donde la potencia heurística de las categorías o de las nociones benjaminianas se había perdido.

Tuve una especie de reacción: olvidar a Benjamin para salvar a Benjamin, es decir, salvar a Benjamin de la lectura que nosotros mismos habíamos hecho de él. Sacarle esa especie de modelo de aplicación, que era lo último que Benjamin hubiera deseado ser en su vida. Si Benjamin le dice a Sholem en una carta: yo quiero ser el más grande crítico literario de Alemania, es porque no pensaba que su destino iba a ser un modelo de aplicación en estudios culturales latinoamericanos. Ese es un destino antibenjaminiano. Y por eso es que yo pronuncio la idea de olvidar a Benjamin de alguna manera como una provocación.

Ahora bien, de todas maneras existe otro elemento más en la cuestión que es la crisis de la modernidad en América Latina. Uno podría decir que en América Latina en los años setenta esa crisis ya estaba instalada, pero que todavía no era tan evidente como hoy. Un autor de la modernidad como Benjamin era aquel que proporcionaba una serie de hipótesis, de nociones, de imágenes, para enfrentarse a una modernidad tardía, pero que uno pensaba todavía existente. La crisis de la modernidad se hizo clara en los años ochenta, pero sobre todo en los noventa, con el ingreso de América Latina culturalmente a lo que uno puede llamar un mundo posmoderno, social y económicamente lo que uno pude designar como el mundo globalizado. Las injusticias de la globalización indican que deberíamos encontrar otras categorías heurísticas para nuestro análisis cultural y mantener sin duda las ideas benjaminianas más en sede filosófica que en sede de modelo de análisis que por otra parte, repito, Benjamin nunca quiso ser. Si es grande, es porque nunca quiso serlo.

T.L.: B: ¿Cuáles son los autores de tu biblioteca que para ti siguen siendo los más relevantes para tu trabajo?

B.S.: Yo diría básicamente tres y no son ningún secreto. Benjamin, y me podría volver a referir a él en este sentido: cómo marca toda mi perspectiva de los estudios urbanos, los estudios de la cultura urbana y cómo también me enseña una idea de fuga de la totalidad, una idea de que es posible trabajar sobre ciertos fragmentos que sean especialmente significativos; cómo pueden trabajarse algunas cuestiones desde los bordes de esas cuestiones. Incluso aquello que Adorno le criticó a Benjamin. Adorno le criticó al Exposé de Benjamin no ser suficientemente dialéctico; justamente esa insuficiencia dialéctica es para mí la gran enseñanza de Benjamin, la idea de que no es necesario totalizar en cada uno de los puntos, o sea que Benjamin sin duda sigue manteniendo esa centralidad en mi biblioteca personal.

El segundo autor que mencionaría sería Raymond Williams. Yo creo que en las sucesivas crisis ideológicas que atravieso, desde haber sido una marxista pura y dura, hasta hoy, que ya no sé muy bien cómo calificarme verdaderamente, Williams fue un autor pivote. Williams permitió mi salida de un marxismo puro y duro. Combinada su lectura con Gramsci, hizo posible que yo conservara cierta perspectiva sobre la dominación, sobre la hegemonía y sobre el carácter material de la cultura, pero al mismo tiempo me liberara de los esquemas más estrictos de lo que era considerado marxismo y leninismo en los años sesenta. Williams fue capital para mí, sobre todo en los años setenta, y sigue siéndolo. Yo creo que algunas obras de Williams como Marxismo y literatura son de los grandes textos, textos muy poco pretenciosos. Marxismo y literatura no es de esos textos que hacen los grandes gestos, sino que es un texto muy poco pretencioso, pero en un punto muy preciso en aquello que comunica. En Marxismo y literatura hay dos nociones: la noción de estructura de sentimiento, structure of feeling, por un lado, y la noción de que la cultura tiene varias capas temporales que coexisten al mismo tiempo, una capa que viene del pasado, la capa del presente, que es la hegemónica, y una capa que anuncia una nueva hegemonía. Es decir, la temporalidad de la cultura como una temporalidad gruesa, una temporalidad amplia, que yo creo que es una idea que Williams desarrolla en Marxismo y literatura y que a mí me sigue pareciendo compleja y al mismo tiempo muy productiva.

Y el tercer autor que mencionaría y que es aquel al cual recurro cuando estoy en problemas, cuando no se como solucionar algo, desde una frase, hasta un párrafo, una palabra o hasta dar vuelta a una página y quizás haya sido en ese punto mi maestro más antiguo, es Roland Barthes. Yo leí a Barthes en los años sesenta. Primero leí el Barthes metalúrgico, semiológico, duro, pero contemporáneamente a eso leí Las mitologías, que creo que es un libro que me marcó para siempre. Es decir, creo que todo lo que yo hago, es un intento imposible de imitar Las mitologías de Barthes. Creo que escribo libros sólo para ver si puedo escribir una página como una de esas de Las mitologías de Barthes; a donde siempre vuelvo cuando no sé solucionar algo; no como una ayuda espiritual, naturalmente, sino cuando no sé cómo abordar algo que me aparece del orden de lo resistente en el mundo literario.